Vicente Huidobro
Teresa Wilms Montt
Entre las
páginas del diario de Julián Dox había este retrato de Teresa Wilms. Me parece
muy exacto y por eso lo he entresacado cuidadosamente, como una flor de
emoción:
Teresa Wilms
es la mujer más grande que ha producido la América. Perfecta de cara, perfecta
de cuerpo, perfecta de elegancia, perfecta de educación, perfecta de
inteligencia, perfecta de fuerza espiritual, perfecta de gracia.
A veces cree
uno encontrar otra mujer casi tan hermosa como ella, pero resulta que le falta
el alma, el temple de alma de Teresa, que sólo aquellos que la vieron sufrir
pueden comprender.
Otras pueden
tener el alma magnífica de Teresa, pero les falta su inteligencia, su
inteligencia rica y variada. La fantasía creadora de Teresa era algo
fantástico.
Fue grande en
el amor como en el dolor. Ella no pertenecía a esa casta de mujeres frívolas y
de alma baja que reniegan e insultan el nombre de un sueño vivido por miedos o
pequeñas debilidades.
Ella sabía
erguirse y proclamar con la cabeza en alto como bandera de triunfo su amor y su
ideal, y era capaz, llegado el caso, de defender su corazón hasta la muerte.
No permitió
que nadie atropellara los derechos de su alma.
Teresa puesta
frente al dolor, de pie frente a las tragedias de la vida, frente a las
pequeñeces de los hombres, era algo soberbio y casi aterrador como una estatua
en medio de los relámpagos de la tormenta.
Sus ojos
únicos, sus ojos eran dos frascos gemelos que vaciaban su bálsamo verde sobre
la vida perfumando todos los rincones del mundo.
¡Cuántos la
rodearon y cuán pocos pudieron acercarse a la intimidad de su espíritu!
Por eso fue
mal juzgada, por eso las calumnias mordieron su corazón. Hasta no faltó quien,
sin duda el más despreciado de todos los que pretendieron hacerse sus cercanos
confidentes, quiso después de su muerte dar a entender cosas tan absurdas que
sólo podían hacer reír. ¡Como si Teresa hubiera sido fácil a las confidencias y
a las obsequiosidades de sus admiradores!
Es no
conocerla.
—Estos
infelices —solía decir— creen que yo soy de las que andan mostrando el fondo de
sus sentimientos y pasando su corazón como una ficha de ruleta.
¡Oh Teresa!
Tu alma era un terremoto de flor, y las delicadezas de tu alma no fueron ni
sospechadas por la vulgaridad humana.
En una carta
decía a alguien: “Vas despertando maravillas por donde pasas, juegas con los
encantos como un malabarista de estrellas”. ¿A quién mejor que a ella misma
podría aplicarse esa frase? Ella que irradiaba lo maravilloso a cien leguas a
la redonda y dejaba en pos de sí una estela de sobrenatural.
Más tarde, en
uno de sus libros, clama el impulso de su alma: “¿Por qué te alejaste? ¿Qué
alma negra vertió la calumnia en tu pecho?”. Y luego repite: “Vuelve a la tibia
cuna de mis brazos, donde te cantaré hasta convertirme en una sola nota que
encierre tu nombre”.
¡Oh espíritu
selecto, cómo debió sufrir tu corazón! ¡En qué bellezas temblorosas se estrujó
tu dolor!
Y una noche
en la barca del silencio te fuiste río abajo del Silencio. Los pescadores creyeron
que Loreley pasaba encantando la muerte. Sus tristezas brillaban sobre el agua,
porque ella había escrito: “Sufrí y es el único bagaje que admite la barca del
olvido”.
Triunfadora,
radiante se fue a la deriva. Ella dijo una vez:
—A ti el amor
te humilla, a mí me exalta. —Y ella tuvo razón.
La noche de
su muerte… ¡Qué vacío de vértigo, qué caos! La memoria quedó llena de heridas…
¡Ah!, sí… Había fiesta en los bulevares de París. Las rondas pasaban cantando.
Era el Réveillon, la Noche Buena. ¡Qué ironía! Montmartre estaba luminoso y los
molinos de la danza hacían girar la vida en un torbellino de estrellas al
viento.
Nosotros, ¿te
acuerdas, amigo?, no vimos las luces de la fiesta. Cruzábamos en medio de las
gentes con la cabeza gacha y los ojos llovidos. Fue la noche del mundo. La
Noche Mala.
Éramos dos
derrotados de la alegría, estábamos envejecidos, acobardados… Éramos dos
andrajos en silencio subiendo las escalas de nuestra angustia, apoyados el uno
contra el otro para no caer. En silencio, en silencio, marchábamos,
marchábamos…, escondiendo los ojos para que nadie pudiera robarnos el tesoro de
nuestro dolor.
¿Y después?
Gotas de
silencio caen sobre el corazón.
Se fue, se
fue. La amiga de palabra suave y miradas de perdón. Estaba frágil de tanto martilleo
y se fue.
¡Qué buena
compañera! Con la mano tendida a los naufragios. ¡Qué almohada de dulzuras para
las frentes doloridas! ¡Qué sonrisa comprensiva para las incomprensiones!
Se fue…
Ahora, ¿veis que hacía falta?
En la noche
de Pascua de Jesús del año 1921, cuando el Pére Noel traía a la tierra los más
hermosos juguetes del cielo, se llevó al cielo el más hermoso juguete de la
tierra.
(De Vientos
Contrarios, 1926)

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